sábado, 8 de septiembre de 2007

Montañas del Himalaya

Me encontré a mí mismo en las montañas. Aquellos que tuvieron el gusto o el disgusto de conocerme en la ciudad, seguramente me describirían como un tipo ambicioso, generoso pero consigo mismo, trepador y obsecuente con el poder. Tal vez no todos pensaran así, pero por lo menos esa era la opinión de mi familia. Había llegado un punto en que hasta mis enemigos negaban en público su animosidad para evitar cualquier tipo de vinculación con mi persona. Amigos y enemigos me decían que me había convertido en un patán deleznable, pero no me afectaba en absoluto. Recién me sentí agraviado cuando, tiempo después, supe el significado de las palabras “patán” y “deleznable”.

Decidí que era hora de un cambio. Necesitaba huir de los ambientes opulentos y decadentes, de los banquetes fastuosos, de las mujeres sensuales. En realidad, por razones claramente no espirituales, había huido de las mujeres sensuales al casarme con la poco agraciada hija de un poderoso magnate. Pero luego comencé a engañar a mi esposa con una mujer que, según supe más adelante, era mi amante. Y lo que es peor, engañaba a mi amante con mi propia esposa, para lo cual recurría a las excusas más viles: que debía recoger a mis hijos del colegio, que tenía que cortar el césped en la casa de mi suegra o que me esperaban en una reunión con la hija de un poderoso magnate.

Cada vez que trataba de redimirme, terminaba empeorando las cosas para mí y para los que me rodeaban, por lo que hice mío el ancestral proverbio que leí en un calendario, en la hoja correspondiente al viernes 6 de agosto: “Quise hacer el bien, e hice el mal; quise hacer el mal, y lo hice bien”

Una tarde me encontraba plácidamente sentado en mi sillón favorito mirando en la televisión una competencia de lucha de mujeres en el barro, cuando empezaron a sucederse ante mí imágenes vertiginosas: un hombre combatiendo a un monstruo horrendo, una pareja besándose tiernamente, otro hombre hablando de la impotencia masculina, unos niños correteando en el parque. De repente, como un ramalazo de conciencia, me di cuenta de que había estado sentado sobre el control remoto del televisor. Allí reparé en que mi intelecto, en el pasado inquisitivo y agudo, también se había anquilosado. Ya no leía y mi pasatiempo de cabecera era la televisión. Fue por esos días que sufrí una violenta reacción alérgica por no leer las contraindicaciones de un medicamento antigripal, a la espera de que saliera la película.
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